viernes, 28 de diciembre de 2012

CERRANDO PUERTAS, ABRIENDO VENTANAS


Se agotan los últimos días del año en curso y empieza a asomar por el horizonte el nuevo 2013. Y con la cercanía del nuevo año, llega puntual el tiempo de preparar nuestra lista de buenos propósitos. “Este será el último año de la crisis”, han vaticinado los políticos por todas partes, aunque me temo que sus predicciones tienen la misma fiabilidad que las de los mayas. Finalmente el mundo no estalló en mil pedazos, ni subieron las mareas, ni nos invadieron los alienígenas, aunque quizás lo del fin del mundo maya fuera en sentido figurado, y entonces… algo de razón si tenían.

Con el año que termina se acaba también el proyecto formativo al que he estado vinculado estos últimos años. Han sido días emocionalmente intensos, cargados de despedidas y de buenos deseos. Esta semana me despedía de los que han sido mis compañeros de andadura profesional durante este tiempo, con la promesa (y la esperanza) de mantener el contacto. Han sido días de traslado (más emocional que físico), de intentar acomodar en una caja unos cuantos papeles y un buen puñado de recuerdos. Han sido días de detalles, de gestos, de miradas más que de palabras que no eran necesarias. Todos nos habíamos ido haciendo a la idea durante los últimos meses. Aunque en realidad, creo que uno no está nunca del todo preparado para ese último instante, el de cerrar la puerta (la física y la emocional).

Estos días tuve que preparar mí, necesariamente breve, discurso de despedida para los alumnos y un buen montón de momentos volvieron a mi memoria. Como suele ocurrir, las desavenencias y desencuentros, los conflictos y los reproches, nuestros roces diarios, han ido perdiendo fuerza con el paso del tiempo, hasta quedar relegados al anecdotario de las tonterías sin importancia. Por el contrario, los buenos momentos compartidos irán expandiéndose hasta convertirse en recuerdos imborrables.

Mientras repasaba fotografías y elegía palabras de despedida, quien sabe por qué misterioso mecanismo de la memoria, recordé una antigua serie policíaca que emitían en televisión cuando yo era niño. Me vino a la mente aquella famosa escena, que se repetía en cada capítulo de la serie Canción triste de Hill Street en la que el veterano sargento Esterhaus, tras repartir ordenes y consejos a sus muchachos, se despedía de ellos con aquella coletilla del "... y tengan mucho cuidado ahí fuera". Pensé que sería una buena manera de despedirnos, pensé que aquellas palabras resumían mis anhelos, aunque también sabia de sobra que no tendría la entereza suficiente para pronunciarla. Finalmente no fueron estas mis palabras finales, aunque si la intención y el deseo. 

Acaba el año y, para mí, es tiempo de cerrar una puerta. Pienso que es bueno dedicarle su tiempo para hacerlo bien. Dejar que el tiempo cierre heridas y acomode recuerdos, saborear lo mucho compartido y aprendido, sentarse al borde del camino y observar pausadamente el trayecto recorrido. Dejar que pasen los días para, llegado el momento, volver a fijar la vista en el horizonte y, entonces, empezar a abrir las ventanas por las que entre la luz de los nuevos proyectos.

¡FELIZ AÑO A TODOS!

viernes, 21 de diciembre de 2012

MI PEQUEÑO GRANITO DE ARENA

A todos los que nos dedicamos a la educación o la formación y trabajamos con adolescentes o jóvenes nos sucede a menudo. Con frecuencia nos asalta la sensación de que todos nuestros esfuerzos son inútiles, de que nuestras palabras caen en saco roto, de que no avanzamos. A veces incluso tenemos la sensación de remar contra el viento, de retroceder, de estar solos en una batalla contra el mundo. Sin duda, los ambiciosos, y hasta cierto punto utópicos, objetivos de la educación provocan con frecuencia dudas e incertidumbres. ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Es esto lo que debo hacer? ¿Vale la pena tanto esfuerzo?

Un día nos creemos los dueños del mundo, con capacidad de influir sobre nuestros alumnos, de hacerlos reflexionar, de convertirlos en dueños de su destino, y al siguiente nos sorprendemos recogiendo del suelo todas nuestras expectativas e ilusiones hechas pedazos. Es fácil sentirse derrotados montados en esta montaña rusa emocional. Con seguridad muchos profesores y padres experimentan estas sensaciones.

Para enfrentar estos momentos es bueno recurrir a la perspectiva. Tomar distancia y observar la situación en su conjunto, buscar esa virtud que habita en el término medio, y huir de posiciones extremas. Educar es una aventura fascinante a la que hay que enfrentarse con la mirada en las nubes, pero con los pies en el suelo. El camino es largo y conviene ir bien pertrechado de paciencia, constancia, compromiso e ilusiones renovadas.

Aún así, en momentos de bajada emocional, conviene tener a mano ciertas píldoras que nos ayuden a recuperar la necesaria perspectiva ante nuestra labor docente. Es por ello que en mi mochila nunca falta el conocido cuento de las estrellas de mar. Cuando noto los primeros síntomas, en cuanto baja un poco mi autoestima profesional, no dudo en automedicarme y leer en voz alta esta historia después de cada comida. Tres dias de tratamiento y como nuevo.

Cuentan que un hombre paseaba meditabundo por una playa desierta cuando, a lo lejos, divisó a otro hombre que constantemente se agachaba y recogía algo de la arena, para a continuación arrojarlo al mar. Una y otra vez lanzaba cosas al océano.

Sorprendido y curioso ante este comportamiento el hombre se acercó para comprobar que era aquello que lanzaba al mar. Al llegar a su altura vio como lo que aquel hombre recogía con insistencia eran estrellas de mar. Pero al mismo tiempo observó que por cada estrella que el hombre devolvía al mar, las olas devolvían a la playa cientos de ellas.

Confundido ante lo inútil del trabajo, el paseante se acercó hasta el hombre y le dijo: -Buenos días amigo. Me pregunto qué está haciendo.

-Devuelvo estas estrellas de mar al océano. Ve, en este momento la marea está baja y todas estas estrellas quedan en la playa. Si no las devuelvo nuevamente al mar se mueren.

-Ya entiendo- respondió el primer hombre- pero en esta playa hay miles de estrellas. Es imposible devolverlas todas, son demasiadas. Además, seguramente esto pasa en cientos de playas como esta a lo largo de toda la costa. No se da cuenta que no cambia nada.

El lugareño sonrió, se agachó nuevamente para recoger una estrella más, la miró y la lanzó nuevamente al océano con fuerza mientras le respondía: -¡Para esta sí cambió algo!

¡FELIZ REFLEXIÓN! 

martes, 18 de diciembre de 2012

¿CUÁL ES TU FAROL ROJO?

En este incipiente mercado laboral en el que nos encontramos surgen con fuerza conceptos como talento, iniciativa o creatividad. La empleabilidad de los nuevos trabajadores ya no se mide sólo por su productividad, sino que también entra en juego su capacidad de ser diferente, original, de aportar valor. Valga la redundancia, un trabajador será más valioso en tanto mayor valor aporte a la empresa. Lógico. Pero, ¿cómo se mide esta aportación de valor? ¿Qué “valores” puedo aportar yo? ¿Qué talentos, qué competencias me convierten en un trabajador valioso? ¿Valioso para qué, para quién?
Es indudable que la gran asignatura pendiente en la formación laboral es el autoconocimiento. Realizar un análisis concienzudo de nuestras expectativas, intereses, capacidades y motivaciones resulta imprescindible a la hora de iniciar nuestra andadura profesional. ¿Quién soy y quién quiero ser?, no son preguntas sencillas de responder, pero su reflexión es necesaria. Al iniciar esta reflexión quizás encontremos nuestro farol rojo… Un cuento.
En la bella ciudad de Marraquech vivía un pobre pastelero que, ante la mala fortuna en su negocio, decidió partir hacia otras tierras, con la esperanza de encontrar una vida mejor. Ahmed recogió lo único que tenía, un farolillo de hojalata con cristales rojos, y emprendió su viaje.
Al cabo de varios días de duro viaje a través del desierto, llegó a un próspero valle, donde fue recibido por el jeque de aquel lugar, un hombre generoso y hospitalario. En pago por su hospitalidad, Ahmed le regaló lo único que tenía: su farolillo rojo. El jeque examinó el farol con asombro, porque en aquella ciudad no conocían el cristal, y aquello de ver la luz de una vela brillando a través de un cristal rojo le parecía un espectáculo maravilloso. ¿Cómo podría corresponder adecuadamente a aquel maravilloso obsequio, si él sólo tenía montones de oro y piedras preciosas? Al final, ofreció a Ahmed doce camellos cargados de piedras preciosas, y éste, sorprendido, volvió a Marraquech, donde se construyó un magnífico palacio rodeado de jardines.
Ahmed tenía un hermano llamado Said, que gozaba de cierta riqueza, pero que nunca había ayudado a su hermano cuando éste lo había necesitado. Envidioso por la suerte de Ahmed, fue a verle, y consiguió enterarse del origen de su sorprendente fortuna. Entonces pensó que si su hermano había conseguido toda esa riqueza a cambio de un simple farol rojo, ¿Qué no le darían a él, a cambio de un regalo realmente valioso? Así que vendió todo cuanto tenía, cargó sus pertenencias en unas mulas, y partió, siguiendo el camino que su hermano le había indicado.
Pero durante el viaje fue asaltado por una partida de ladrones, que le robaron todo, viéndose entonces Said tan pobre como en otro tiempo lo había sido Ahmed. Con todo, decidió seguir, hasta que un día llegó a su destino.
El jeque lo acogió con hospitalidad. En el momento de partir, Said le ofreció como regalo lo único que le había quedado, un viejo reloj de latón sin ningún valor. Mas en aquella ciudad tampoco se había oído hablar jamás de relojes, por lo que el jeque valoró aquel regalo mucho más que cualquier otra riqueza. Pensando sobre cómo corresponder a aquel maravilloso presente, y pensando que las joyas no significaban nada, que eran simples bagatelas, llegó a la conclusión de que sólo había en su palacio un tesoro que fuera digno de aquella incomparable máquina de medir el tiempo. Con infinito pesar, el jeque regaló a Said su objeto más preciado: el farol de cristales rojos que siempre llevaba consigo.
Ni que decir tiene que los ladrones no molestaron a Said en su camino de vuelta a Marraquech.
¡FELIZ REFLEXIÓN!

viernes, 14 de diciembre de 2012

+ VENTANAS – PIZARRAS.

Creo que fue Tonucci uno de los que con más insistencia llamó la atención sobre una de las prácticas más absurdas que empleamos con asiduidad en la escuela. Tenemos a un grupo de niños correteando por el patio, recogiendo las primeras flores o las ultimas hojas (depende de la estación), persiguiendo grillos, atrapando mariquitas u observando el lento caminar de un caracol. De repente los avisamos con una estridente sirena (o una sinfonía de Mozart) de que el tiempo de “recreo” ha terminado. Los sentamos en sus pupitres, al calor de la pizarra (digital o tiza, tanto da) y comenzamos la clase de conocimiento del medio. Dibujamos flores, insectos o paisajes en la pizarra. Les señalamos una determinada página del libro para que observen los esquemas y fotografías de la fotosíntesis, de los ecosistemas, de la ciudad, de las hojas y los caracoles. Y si observamos que alguno se “distrae” mirando por la ventana, le reprendemos y cerramos las cortinas.
Intentamos atrapar la realidad entre las páginas de los libros de texto. Acotamos la educación a aquello que ocurre entre las paredes de una clase. Medimos el aprendizaje por aquello que un alumno es capaz de responder en un examen escrito. Nos quejamos (en esto a menudo con razón) de falta de medios y personal en los centros, pero desechamos, desaprovechamos, el mayor de los recursos didácticos disponibles: nuestro propio entorno, el colegio, las calles, los compañeros, el parque de enfrente.
Educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela”, sentenció con evidente resentimiento Einstein. Pero lo cierto es que muchas veces los profesores nos atrincheramos entre teorías y constructos alejándonos de tal forma de la realidad que, enfrentados al espejo de la finalidad, somos derrotados. ¿Para qué sirven la mayoría de las cosas que se aprenden en la escuela? La respuesta más honesta es para poder seguir estudiando.
Educar supone abrir de par en par las ventanas (las físicas no las digitales) y dejar que la realidad inunde nuestras clases. Educar para la vida, educar para que nuestros alumnos tengan la posibilidad de ser, no de saber. Educar la actitud y no el conocimiento. Y sobre todo educar en la acción, en la experiencia, no en la lección. El verdadero aprendizaje comienza cuando el alumno levanta el culo de la silla.
Hace unas semanas descubrí a través de los videos TED la experiencia de kiran Bir Sethi en el colegio Riverside en la India. En su conferencia explica con un revelador ejemplo la metodología que utilizan con los niños. Explica Kiran en este video como trabajaron con los alumnos de 5º el tema de los derechos del niño. ¿Cómo lo hacemos nosotros? Pizarras, carteles con el listado de los derechos del niño, dibujos, videos, niños sentados – maestro de pie, todos a la página 26, Juan lee en voz alta y todos los demás escuchan en silencio, y por supuesto... las persianas bajadas. No vaya a ser que la realidad los distraiga. ¿Acaso hay otra forma? ¡Por supuesto que sí!
La clase sobre derechos del niño en el colegio Riverside consistió en tener a los niños arrodillados durante 8 horas enrollando barritas de incienso, así podian experimentar lo que significa ser un niño obrero. A la mañana siguiente sacaron a la calle a todos esos “experimentados” niños para que convencieran a sus vecinos de la necesidad de abolir la explotación infantil. Los argumentos de los alumnos de 5º curso eran creíbles, eran coherentes, eran apasionados. ¿Hicieron luego un examen del tema? ¿Acaso era necesario?
Sembrar confianza en los niños los convierte en más competentes y menos vulnerables. Cuando un niño se contagia del “podemos”, la mecha de una revolución imparable acaba de prender. Comparto la emotiva intervención de Kiran (con subtítulos), y como siempre...
¡FELIZ REFLEXIÓN!


martes, 11 de diciembre de 2012

REIR X NO LLORAR.



En la recta final de nuestro proyecto formativo organizamos con los alumnos diferentes actividades de información y orientación para preparar su cada vez más inminente paso al mercado laboral. El tiempo pasa inexorablemente y nuestros dos años de escuela taller llegan a su fin. Este es un momento complicado, de emociones contrapuestas donde la ilusión, pero también el miedo, se encuentran a flor de piel.
Una de las últimas acciones que realizamos esta semana pasada ha sido un taller de emprendedurismo (¡qué palabra tan complicada!) que organizamos conjuntamente con la Cámara de Comercio de Valencia. La actividad nos sirvió para plantearles a algunos de nuestros alumnos la posibilidad de acceder al mercado laboral a través del empleo por cuenta propia. Nuestros alumnos son muy jóvenes y seguramente su escasa formación aleje este tipo de opciones, aunque nunca es conveniente cerrar de antemano ninguna puerta, y por ello quisimos incluir este taller dentro de su módulo de búsqueda de empleo.
A lo largo de la sesión, nuestros alumnos fueron despertando su lado más participativo y fueron implicándose en la actividad. Imaginaron y defendieron sus ideas de negocio, diseñaron estrategias de marketing, adoptaron la fórmula legal más adecuada a su proyecto y conocieron los diferentes trámites a realizar a la hora de constituirse como empresa. Durante algunos minutos soñaron con ser emprendedores y con tener la posibilidad de realizar sus sueños.
Muchos de sus planteamientos eran gigantes con pies de barro nacidos de la ingenuidad con la que, a pesar de su mayoría de edad, observan el mundo. Sentados en grupo, sus aportaciones se ven recogidas y amplificadas por los compañeros. El papel todo lo aguanta, y durante unas horas, mis alumnos ejercen de arquitectos construyendo castillos en el aire. Las propuestas alocadas se multiplican y, con la misma facilidad que enviamos algunos whatsapp para promocionar nuestro negocio, contratamos una avioneta para que pasee nuestro logotipo por la playa.
Con esa característica habilidad que muestran para ver siempre la paja en el ojo ajeno, critican con dureza, hasta ridiculizan, las propuestas de los otros grupos, y con la misma vehemencia defienden a capa y espada sus inocentes propuestas. ¿Dónde quedaron la objetividad, la empatía, la escucha activa, la argumentación ordenada,… que tantas veces trabajamos en las clases? A veces consiguen que se me caiga el alma a los pies.
En el tramo final de la actividad, ya con el ambiente más distendido, las bromas y las risas abundan. Es difícil mantener el tono serio con ellos. Es innegable el ingenio y la gracia que tienen muchos de sus comentarios. En un momento de risas generalizadas, un discreto comentario de una de las alumnas me deja helado. “Me rio por no llorar”, le dice a su compañera. No comento nada, la clase sigue como si nada, pero pienso que esta es una sensación generalizada entre los alumnos en su recta final en la escuela.
Detrás de sus bromas, sus retrasos, sus ausencias, su ingenuidad, su chulería, su prepotencia y su descaro anida el miedo. Quizás sus risas, sus porros, sus capuchas o sus móviles de última generación sean simplemente las herramientas que utilizan para evadirse, para negar una realidad que no les gusta. Intentan, sin conseguirlo, demorar lo inevitable: el tiempo pasa y les acerca al momento de las decisiones. Son jóvenes con miedo al mañana, ¡qué gran contradicción! ¡Qué pena tan profunda!
El proyecto que hemos compartido los dos últimos años termina y con él se acaban la rutina, el horario, las normas y las obligaciones. Pero todas estas cosas, contra las que se rebelaron tantas veces, eran las que mantenían el orden y la estabilidad en sus vidas. Es hora de abandonar el nido, es hora de desplegar las alas y lanzarse confiados al vacio. Pero no veo valor necesario en sus ojos. Al tiempo que agotamos los últimos días de convivencia veo renacer en ellos comportamientos que creía ya superados, vuelven las excusas, las acusaciones, las quejas, las ausencias, el victimismo. La inmadurez es evidente y me sorprendo repitiendo argumentos ampliamente trabajados en las clases acerca del talento, la confianza, la perseverancia, la actitud positiva,…
Bien pensado, entiendo que pueda ser una reacción previsible. Una etapa termina y otra nueva, bastante difusa por cierto, comienza para ellos, para todos nosotros. Tendrán que enfrentarse a un mercado laboral hostil, exigente y competitivo y al igual que el soldado que llega al frente, su primer impulso es retroceder. El sentimiento de fracaso sobrevuela sobre ellos como el buitre sobre el animal malherido. Nuevamente se agarran a comportamientos y actitudes conocidas. Antes negar la realidad que admitir el fracaso. Porque el fracaso es un pozo, una pesada carga de la que cuesta deshacerse. Ellos lo saben bien, al fin y al cabo, ya estuvieron allí.
¡FELIZ REFLEXIÓN!


viernes, 7 de diciembre de 2012

DE LA CULTURA DE LA QUEJA A LA CULTURA DE LA INICIATIVA.

Si vives convencido de que tienes todos los derechos, crees que la única razón de tu insatisfacción es que alguien no te los ha dado. Y de ese modo pierdes la oportunidad de tener responsabilidades. Y, por ello, eres desgraciado, porque pierdes el control sobre tu propia existencia.
El texto que cito textualmente está sacado de una entrevista publicada en el diario ABC, en la que el maestro hinduista, Swami (maestro)  Parthasarathy aporta su visión sobre el deterioro de la cultura occidental. En mi opinión sus palabras descubren uno de los grandes lastres que nos está evitando encontrar el camino de salida a la crisis que padecemos.
Observo a mis alumnos en el tramo final de nuestro proceso formativo y mi preocupación actual ya no es si podrán encontrar un puesto de trabajo en los próximos meses, si los conocimientos y habilidades adquiridos en estos años les servirán para desarrollarse profesionalmente, sino que me preocupa en mayor medida su capacidad para ser felices.
Acuñamos y utilizamos con dureza, casi con crueldad, expresiones como “ninis” o “generación perdida” para referirnos a ellos, a nuestros jóvenes, sin pensar en la repercusión de nuestras palabras. Muchas veces no sopesamos el significado de nuestras palabras. Perdida es una palabra muy grande, muy amarga, muy irreversible, muy catastrofista.
Lo que sí es cierto es que esta crisis ha pillado con el pie cambiado a muchos jóvenes. Mis alumnos crecieron convencidos que eran merecedores de todos los derechos, de que la vida les serviría permanentemente oportunidades en bandeja, de que el mundo era un lugar amable en el que la fiesta y la alegría estaban garantizadas. Crecieron como polluelos sobreprotegidos, por sus padres, por la administración, y ahora la realidad les golpea en la cara.
El esfuerzo, la constancia, el sacrificio, la responsabilidad, eran simples palabras bonitas escritas en los libros de cuentos, el argumento de algunas películas americanas, y poco más. La realidad, la de la calle, la de la televisión, la de los vecinos del 5º, la de los colegas del barrio, era otra. El dinero crece en los árboles y sólo hay que cogerlo y gastarlo. Descubierto el engaño aparece, no ya la lógica frustración, sino la insatisfacción y la queja.
Refugiados en un eterno estado de inmadurez, algunos jóvenes se afanan en pedir el libro de reclamaciones. “Nadie me dijo que esto funcionaba así”. La queja, la acusación, la búsqueda de culpables, no deja espacio a la autocrítica. Incapacitados para asumir responsabilidades, no encuentran otro camino que la acusación. Encerrados en una coraza de victimismo y pertrechados con cientos de excusas, esperan a que la solución les venga caída del cielo.
Este es uno de los grandes obstáculos para la recuperación de esa generación a la que con tanta facilidad damos por perdida. Debemos dejar de buscar soluciones fuera para empezar a buscarlas dentro de nosotros mismos, dentro de ellos mismos. Los jóvenes son como aquel elefante de Bucay atado a la estaca. En su interior se esconden todas las respuestas, pero hay que empezar a buscarlas. “Dejemos de echar la culpa a los demás y corrijamos nuestra actitud”, aconseja Parthasarathy. Afrontemos los problemas como retos, como oportunidades de crecimiento, como ejercicios de maduración personal. Aparquemos la exigencia y el reproche y asumamos el protagonismo de nuestras vidas. Eduardo Galeano lo resume al decir “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Como dice alguien que conozco: “¡me encanta no, lo siguiente!”
Este es el reto más importante que tiene ante si los programas formativos dirigidos a la juventud. Tenemos que dejar a un lado los conocimientos y habilidades para empezar a trabajar con las actitudes. Tenemos que tener fe en nuestros jóvenes, son nuestro futuro. Tenemos que ayudar a que ellos recuperen la fe en sí mismos. Y esto no es fácil, al fin y al cabo llevamos varios años enseñándoles justo lo contrario.
¡FELIZ REFLEXIÓN!

martes, 4 de diciembre de 2012

IMAGINA QUE ERES UNA SEMILLA.



Hay una escena en la película Bichos, de Pixar, que representa a la perfección la esencia del proceso formativo. Cuantas más veces la veo, más me siento identificado con el impetuoso Flick. La secuencia a la que me refiero pasa al principio de la acción y muestra una conversación entre Flick, la hormiga protagonista, y la pequeña Dot, la hija pequeña de la reina.
Ambas hormigas están discutiendo sobre sus mutuas limitaciones; Flick porque todo lo que intenta acaba en desastre, y Dot lamentándose porque es pequeña y no puede volar. En ese momento Flick intenta hacerle ver a Dot que ser pequeña no es tan malo. Flick intenta convencer a su pequeña alumna que ella es como una semilla, que con un poco de tiempo y esfuerzo acabará convirtiéndose en un poderoso árbol.
Este es el mensaje principal de la formación: ayudar a los alumnos a que descubran todo el potencial que atesoran dentro, todo lo que pueden llegar a ser a poco que se lo propongan. ¡Esto es educar! Ayudar al alumno a levantar la vista de sus limitaciones para poner la mirada en sus potencialidades. Nuestros alumnos son como semillas, rebosantes de posibilidades, que necesitan encontrar el terreno fértil en el que crecer. Y esa es nuestra labor como padres o maestros, ofrecerles nuestro apoyo incondicional para que puedan ser. Desmontar los “no puedos” y substituirlos por “¿qué pierdes por intentarlo?”
Flick busca una semilla para que le sirva de ejemplo, pero al no encontrarla recurre a una piedra. Entonces le dice: “Imagina que es una semilla”. A veces nos quejamos de falta de medios, de no disponer de todos los recursos que nos gustaría para poder trabajar con nuestros alumnos, y no nos damos cuenta que tenemos al alcance de la mano el recurso inagotable de la imaginación. “Imagina que…”, son palabras mágicas que predisponen a la acción, que activan la actitud de cambio. Visualizar nuestra meta, nuestro objetivo, en forma de poderoso árbol, nos da el empuje y la motivación necesarios para iniciar el camino.
Flick se deja llevar por la emoción de su discurso, siente que está transmitiendo a la pequeña Dot un secreto importante, casi vital. Sabe, que de entenderlo, ese mensaje le cambiará la vida. Pero, justo en ese instante, la pequeña lo devuelve a la realidad. “Pero si es una piedra”- dice Dot, destruyendo la magia del momento. Atónito, el joven Flick estalla en gritos, ¿cómo es posible que no lo entienda? (¿Cuántas veces hemos experimentado esta sensación?)
Sin embargo el aprendizaje ha surtido efecto. La pequeña Dot ha recuperado la sonrisa y, lo que es más importante, el mensaje de Flick ha anidado en su interior. En otro momento de la película, cuando es Flick el que se encuentra hundido y se siente fracasado, la pequeña Dot, que ya puede volar, le muestra una piedra. Sobran las palabras, Flick comprende que la pequeña entendió su mensaje. Flick recupera el ánimo, recupera la confianza en sí mismo y en sus alocados proyectos. ¡Hay que intentarlo!
Esta es la magia de la formación: Ayudar a creer. Ayudar a ser, a tener confianza en sus potencialidades, a no dejarse vencer por el desánimo. Quizás no tengamos todos los medios a nuestro alcance, quizás nuestros alumnos no siempre se muestren receptivos o entiendan todo lo que les queremos decir, quizás no observemos resultados de inmediato, pero… esa es la magia, un día despertará en ellos toda la confianza y el empeño, todo el cariño que sembramos. Y entonces, sin necesidad de imaginar, se sentirán semillas capaces de ser árboles poderosos.
¡FELIZ REFLEXIÓN!

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